
Esta descripción y lectura de la instalación Der Handtuchhalter , inicia con un breve acercamiento al carácter cósico de la obra de arte, para después dar paso a las evocaciones que es posible desprender de la pieza por medio de su existencia, de la contemplación –subjetiva e histórica— efectuada por un espectador. Se parte pues, de que en las concreciones artísticas se puede dar “un acontecer de la verdad” , dicho acontecer puede entenderse como desocultamiento, “como reproducción de la esencia general de las cosas” .
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Dos espejos. Uno frente a otro, idénticos en un primer momento. Espejos de seguridad de doble vista que cubren la superficie de una caja de madera.
Esta superficie de espejo no es permanente. Se vuelve traslucida al encenderse el sistema de iluminación interior que posee cada una de las cajas-espejo. Éstas últimas se encuentran sincronizadas con la luz de la atmósfera, por lo que al ir descendiendo la iluminación ambiental se va acrecentando la luz individual que permite observar a través de los espejos y por lo tanto, al interior de las piezas.
La primera pieza, a la que convendría denominar espejo A, posee un interior pintado de blanco. Justo en el centro hay una escultura inspirada en las composiciones pictóricas propias del vanitas.
La segunda obra, es decir el espejo B, está tapizado por dentro con terciopelo negro. El terciopelo, sin embargo, cubre sólo los laterales: el fondo posee un espejo rectangular que cubre toda la superficie. En la base de este espejo B hay un tablón de madera que se refleja de forma infinita.
Frente al espejo A y el espejo B hay una frase escrita en el piso: “el futuro se pierde, cuando se ha olvidado el camino”. Es así como tenemos un escenario compuesto por ambos espejos, que se sitúan uno frente a otro y que son a su vez, antecedidos por una breve leyenda.
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La imagen de la vanitas (espejo A) habla y revela la relatividad de los placeres mundanos ante la certeza de la muerte, animando pues, a la adopción de un punto de vista consecuente con la forma en que se vive. Esa interpelación que es, de alguna manera, un señalamiento a la propia finitud, se ve complementada por la transformación sorpresiva del otro espejo, el espejo B, en el cual aparece un puente muy estrecho, constituido por tablas de madera que se sujetan de punta a punta. Es imposible ver el fin, solitario, se erige como la única opción, una singular invitación a andar.

Al encenderse las luces de la atmósfera –y opacarse el interior de las cajas-espejo— el espectador (tal vez sea más correcto decir el contemplador) se encuentra con su reflejo habitual, con su identidad corpórea. Sin embargo, su propia posición, en medio de esos espejos que han cerrado sus puertas, le permite percatarse de que es él la conexión entre uno y otro, el vínculo entre vida y muerte . La frase que yace a su lado súbitamente cobra sentido: “El futuro se pierde, cuando se ha olvidado el camino”. Se reconoce entonces como continuador de la vida, como un ser susceptible al error y al extravío si olvida hablarse con honestidad a sí mismo.
Bibliografía
• Heidegger, Martin, “El orígen de la obra de arte” en Arte y poesía, FCE, México, 2005.
• Welermair, Peter (ed.), The Bird of Self-Knowledge, Stemmle, Zurich, 1998.
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